Del otro lado del río

El diagnóstico fue un trueno en la montaña,
una lluvia que no mojó la tierra,
pero sí la rompió por dentro.

Cáncer, dijeron. Etapa cuatro. Metástasis.
Y todas nos caímos desde lo alto de nuestras realidades,
como piedras que por años se habían sostenido sin saber cómo.

Pensamos que era muy tarde.
Muy tarde para bajar de las montañas.
Demasiado tarde para hacernos trenzas en el pelo,
para reírnos en la cocina,
para volver a ser hijas, madres, tías, hermanas y compañeras de vida.

Mi mami en hospital, entre aquí y allá, entre inyecciones, estudios, muchos dolores, y unas cuantas lagrimas con café.

Y entonces, sin quererlo, empezó algo que no sabíamos nombrar, pero anhelábamos profundamente:
la sanación.

Llegó como la lluvia que no se ve,
pero empapa lo que estaba seco.

Pasamos noches enteras en el hospital,
conversaciones donde cada palabra era una grieta que se abría,
miradas que decían lo que por años había sido silencio.

Hablamos de la muerte.
No como amenaza,
sino como parte del camino.

“Acompáñame hasta el río,”
decía una voz invisible entre nosotras,
y lo hicimos.
Caminamos juntas hasta el borde.
Nos tomamos de las manos y cruzamos.

La intención era sanar su cuerpo,
pero en algún lugar entre el diagnóstico y las lágrimas,
sanamos todas:
mi madre,
mi hermana,
mi abuela,
mi tía,
y yo.

La enfermedad no era sólo biología,
era una historia familiar contenida:
ocho años de cosas no dichas,
generaciones de mujeres sosteniendo lo que no se nombra,
permitiendo lo que duele,
apagando la voz para no incomodar.

Entonces nos levantamos desde el llanto,
mi madre, mi hermana, mi abuela,
y todas las mujeres que habitaron mi sangre rompieron el silencio conmigo.

Y algo despertó.
No un susurro,
sino un fuego claro, innegociable,
que ardía con una sola verdad:
No vine a callarme


No vine a hacerme chiquita para no incomodar.
No vine a replicar realidades que no me pertenecen, ni a que limiten la mía.
No vine a que me digan cómo se supone que debo ser “una mujer”. No vine a creerme las historias de otros sobre mi.
Ni tampoco vine a confundir amor con deseo,
ni protección con mentiras suaves.

Vine a crear mi propia forma de ser mujer,
y a habitarla con curiosidad y humildad pero también con dignidad y respeto.

No vine a conformarme con lo que hay, vine a crear lo que me gustaría que existiera. Vine a crear lo que necesito, lo que me hizo falta, lo que no me dieron, lo que me hubiera inspirado, lo que no he encontrado, y lo que solo yo puedo crear.

No vine a encajar en la idea de espiritualidad que otros diseñaron.
No vine a ser impecable para merecer lo sagrado.
Mi camino no es perfecto, es verdadero.
Y si algo aprendí los últimos meses es que :

Mi espiritualidad es carne: respira, duda, se rompe, se eleva , cae y solo es.

Vine a sentirme llena de todas mis partes.
A llorar.
A dudar.
A caer y levantarme sin pedir permiso.
A abrir dentro de mí el espacio suficiente
para todas las emociones que esta experiencia representa.

No todas son bellas.
Pero todas son mías.

Acompañarla fue caminar hasta esa calle donde no todos quieren ir.
Fue estar presente y ver lo esencial.
Fue rendirse.
Fue abrirse a lo que no tiene forma ni promesa.

La muerte, como el río, no se discute.
Se acepta.
Se cruza. Se llora
Y, a veces, también nos reencuentra.

Mi mami cocinando por primera vez después de 4 meses en hospitales, me preparo mis lentejas favoritas, llore y llore solo se ver el plato preparado por ella.

Porque en ese borde —
cuando el pelo cae,
cuando la piel se vuelve delgada como un suspiro,
cuando el cuerpo dice basta—
la vida se revela con una fuerza imposible de ignorar.

Y entonces lo supe:
Venimos a mirar a la perdida de frente.
A llorarla hasta los huesos, hasta que la pena se haga río y nos limpie.
A nombrar lo que nuestras madres silenciaron por miedo,
a gritar lo que a nuestras abuelas les rompía la voz.
Venimos a trenzar con el viento una nueva forma de estar vivos.

He bajado.
He cruzado el río.
Y en la orilla opuesta,
me encontré con algo que no esperaba:
mi propia voz y en ella, la de un linaje entero.

Para mi, y para todas las mujeres de mi vida.

Mi mama es la mujer mas guerrera que he conocido, atravesó dolores físicos y emocionales que yo no puedo dimensionar, seguimos sin saber que pasara, pero hoy estamos sanas, hoy estamos aquí, y seguimos vivas.

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